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CHD 278:  La Iniciativa divina en la historia de la Salvación

 


Al abordar el tema de la iniciativa divina en la historia de la salvación, nos acercamos a la realidad de Dios que se revela al hombre y en todo busca salvarlo y, por otro lado, vemos que esa acción se da en la historia humana concreta. Dios se hace presente en la realidad humana para invitarlo a participar de la vida de comunión divina.

Por ello, para contemplar y conocer esta realidad, necesitamos acercarnos a Dios entrando en relación con Él, de tal forma que el conocimiento del Señor sea real, profundo y significativo. Esta relación con Dios que para nosotros es la fundamental y fundante, nos dispone en primer lugar a escuchar y acoger a Dios que es Amor:

«En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de Él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» 1 Jn 4,9-10.

Estas palabras de San Juan describen lo que San Pablo afirma desde su experiencia personal en la segunda parte del versículo de Gálatas 2,20 donde dice:

«(…) la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí».

La vida de los santos y los mártires tienen en común el haber acogido esta Vida y Amor de Dios a lo largo del proceso de su vida cristiana. Lo vemos también de manera muy clara en Nuestra Madre, la Virgen:

«Y dijo María: “Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su sierva, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen”» Lc 1,46-50 

Ella reconociendo con humildad su pequeñez, reconoce también la grandeza del don de Dios que le ha sido dado gratuitamente; y ello la lleva a alabar al Señor Poderoso, Santo y misericordioso.

En estas citas bíblicas vemos que Dios busca donarse y que su donación es puramente por Amor a nosotros. La relación con Dios nos ayuda  a fundar toda nuestra existencia en la verdad del ser amados en una medida divina que no llegamos a agotar ni a controlar. La relación con Él, que llamamos la “relación fundamental” llega a serlo en cuanto reconocemos quién es Dios y cómo se relaciona con nosotros. Este experimentarse amado infinitamente por Dios, o como San Juan lo dice en su Evangelio, el ser amados “hasta el extremo”[1] por el Señor, tiene la fuerza transformante en nuestra existencia de tal forma que “todo es nuevo”[2] no porque cambie externamente, sino porque acogiendo su Amor, podemos acoger también el sentido de la realidad que apunta a la plenitud de la comunión.

Cuando nos referimos a la iniciativa divina, estamos hablando de Dios Amor que ama y se dona constantemente al ser humano para su salvación.  

1. La respuesta del hombre: la fe

 Esta iniciativa de Dios Amor que se manifiesta en la historia humana y también (siempre es muy bueno recordarlo e interiorizarlo) en la historia personal, requiere una respuesta de parte nuestra. El mismo Jesús lo dice:

«Ellos le dijeron: “¿Qué hemos de hacer para obrar las obras de Dios?” Jesús les respondió: “La obra de Dios es que creáis en quien él ha enviado”»[3].

Y el Catecismo de la Iglesia también nos ayuda a recordarlo:

«Por su revelación, “Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía” (DV 2). La respuesta adecuada a esta invitación es la fe»[4].

La fe sobrenatural, o virtud teologal (dada por Dios y que se dirige a Dios), la hemos recibido en el bautismo. Y esta fe también implica acción de nuestra parte. Una acción semejante a la que podemos ver en nuestra Madre y en los santos: cada uno según su contexto y situación particular. Es una acción que expresa la donación gratuita y total de Dios que nos ha amado hasta el extremo. Pero para nuestro tema, demos un paso previo volviendo a lo que significa el “creer” como “respuesta adecuada” a la comunicación de Dios.

Nuestro creer en Dios es reconocer que quiere dársenos. Pero esta entrega a cada uno de nosotros no es solamente en el presente (en el trabajo, en las situaciones familiares, dificultades, alegrías, diversiones o cualquier situación humana actual), sino también es creer que ha venido dándosenos a lo largo de nuestra vida y que quiere continuar entregándose a nosotros hasta el fin. Es decir, Dios Amor se nos ha entregado en toda nuestra historia: nuestro pasado, presente y futuro. Él es el Señor de la historia:

«Ayer como hoy, Jesucristo es el mismo, y lo será siempre» Heb 13,8.

La afirmación de nuestra fe en estos términos es aceptar al Señor y su Amor como la clave más potente y relevante de nuestra vida. Y desde Él y el aceptar que ha venido donándosenos, aceptar también nuestra historia como ella es. Creer en Dios Amor es creer que Él no solamente quiere amarnos, sino que puede hacerlo; es decir, desde la mirada de fe podemos aceptar que más allá de todas las contradicciones o riquezas de nuestra historia humana y personal, “Dios es Dios”[5] y no hay mal o pecado que lo pueda vencer.

Al responder desde la fe y ver nuestra historia desde ella, podemos depositar nuestra confianza no en realidades tangibles o inmediatas, en respuestas que nos prometan que en algún momento no sentiremos dolor por lo que nos hace sufrir o que nos prometan cicatrizar la herida de donde proviene el sufrimiento[6], sino que al acoger a Dios que se nos dona amándonos, nos vemos impulsados a darle toda nuestra confianza y esperanza, reconociendo con humildad que Él es más grande que nuestros deseos y que si nos ponemos en sus manos Él hará crecer no sólo nuestras expectativas sino nuestra conformación con Él por el aumento de nuestra fe, esperanza y amor.

2. Estar junto a la Madre para creer en el Señor

«Junto a la cruz de Jesús estaba su madre» Jn 19,25

Lo afirmado en los párrafos anteriores encuentra una sólida resistencia cuando nos encontramos con la fuerza del mal en nuestra historia. No sólo en la historia de la humanidad, sino también en la historia personal. Y nos referimos tanto al mal por el pecado propio como al mal por el pecado ajeno que nos toca sufrir. A veces esta experiencia se presenta tan dura que parece que es como una gran montaña casi insuperable de escalar y que se ha presentado en el camino que esperábamos fuese distinto. Siempre supimos que era un camino con dificultades, pero no tantas o por lo menos con dificultades que no se presentasen tan insuperables. Cada uno sabrá qué montaña o dificultad está presente en su vida. Pero todos sabemos que no se trata de piedras o de alguna roca grande simplemente. Muchas veces la reconocemos porque hacen entrar en crisis nuestro “sistema” de creencias o lo que se ha aprendido hasta ese momento o de lo que estábamos seguros hasta encontrarnos con esa dificultad. ¿Cómo vivirlo entonces? 

La fe de la Madre en la montaña del Calvario nos puede alentar a seguir adelante en el camino. Allí, en la cruz, entraron en crisis también muchas de las creencias que se tenían acerca de Jesús: si era el Mesías, si podía reinar, si era el Salvador, si trajera la liberación, si verdaderamente el amor vencía. Incluso si él podía salvarse a sí mismo:

«A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse. Rey de Israel es: que baje ahora de la cruz, y creeremos en él» Mt 27,42 

Sabemos que la Virgen estuvo al lado de su Hijo crucificado y eso nos habla de su fidelidad. Pero dejemos que San Juan Pablo II nos ayude a profundizar un poco más en su experiencia de fe. En el documento Redemptoris Mater, hablando de la fe de María, primero nos ayuda a situarnos en el contexto:

“(…) de este modo María «mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz»: la unión por medio de la fe, la misma fe con la que había acogido la revelación del ángel en el momento de la anunciación. Entonces había escuchado las palabras: «El será grande ... el Señor Dios le dará el trono de David, su padre ... reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin» (Lc 1, 32-33). 

 Y he aquí que, estando junto a la Cruz, María es testigo, humanamente hablando, de un completo desmentido de estas palabras. Su Hijo agoniza sobre aquel madero como un condenado. «Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores… despreciable y no le tuvimos en cuenta»: casi anonadado (cf. Is 53,35) ¡Cuan grande, cuan heroica en esos momentos la obediencia de la fe demostrada por María ante los «insondables designios» de Dios! ¡Cómo se «abandona en Dios» sin reservas, «prestando el homenaje del entendimiento y de la voluntad» a aquel, cuyos «caminos son inescrutables»! (cf. Rom 11,33). Y a la vez ¡cuan poderosa es la acción de la gracia en su alma, cuan penetrante es la influencia del Espíritu Santo, de su luz y de su fuerza!”[7] 

Y profundizando en la experiencia de la fe de María sufriendo la contradicción del pecado, Juan Pablo II prosigue:

«Por medio de esta fe María está unida perfectamente a Cristo en su despojamiento. En efecto, “Cristo, ...siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres»; concretamente en el Gólgota «se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (cf. Flp 2,5-8). A los pies de la Cruz María participa por medio de la fe en el desconcertante misterio de este despojamiento. Es ésta tal vez la más profunda “kénosis” de la fe en la historia de la humanidad. Por medio de la fe la Madre participa en la muerte del Hijo, en su muerte redentora; pero a diferencia de la de los discípulos que huían, era una fe mucho más iluminada. Jesús en el Gólgota, a través de la Cruz, ha confirmado definitivamente ser el “signo de contradicción”, predicho por Simeón. Al mismo tiempo, se han cumplido las palabras dirigidas por él a María: “¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!”»[8].

María vive lo que es «tal vez la más profunda “kénosis” de la fe en la historia de la humanidad». Son palabras que nos alientan a permanecer junto al Señor porque nos ayudan a cambiar la perspectiva: lo que prima en la historia de la humanidad (y por lo tanto en nuestra historia) no es tanto erradicar el sufrimiento de nuestras vidas, sino que en el más profundo sufrimiento está el Señor donándose a nosotros y junto con Él (por la fe) está también María. Recordemos que no estamos hablando sólo de algún hecho puntual de la historia, sino que:

«¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados» Is 53,4-5

Y San Pablo lo describe así:

«A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él» 2 Cor 5,21

Esta permanencia de la Virgen con Jesús por la fuerza de la fe la lleva a acompañarlo en su abajamiento al sufrir por nuestros pecados, reconociendo que Dios está allí incluso en medio de tanta oscuridad pero que por la fe es posible verlo a Él entregándose hasta el extremo. Y será esta misma luz de la fe la que le permitirá acoger la fuerza de la gloria de la resurrección del Señor: hecho único en la historia, a través del cual, Dios manifiesta que su Amor y su Gloria vencen definitivamente. También nosotros, por la fe podemos adherirnos a esta verdad de la historia: «el que siembre en su carne, de la carne cosechará corrupción; el que siembre en el espíritu, del espíritu cosechará vida eterna. No nos cansemos de obrar el bien; que a su tiempo nos vendrá la
cosecha si no desfallecemos»[9]. Así, la historia cobra un nuevo sentido: por la iniciativa de Dios que busca salvarnos, es historia de salvación.

 

[1] Cf Jn 13,1

[2] Cf 2 Cor 5,17

[3] Jn 6,28-29 

[4] CEC 142 

[5] Cf. Dt 10,17. Esta frase es citada por algunos biógrafos de San Francisco de Asís como una realidad que el santo buscaba recordar e interiorizar, especialmente en los momentos difíciles de su vida.

[6] Recordemos que el Señor resucitado se presenta con sus heridas glorificadas y abiertas: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente» (Jn 20,27). 

[7] Redemptoris Mater, 18

[8] Allí mismo

[9] Gál 6, 8-9