La Resurrección del Señor «constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó», que «es cumplimiento de la promesas del Antiguo Testamento y del mismo Jesús durante su vida terrenal»
Hay quienes dicen que no creen en Dios, aunque son muchos más los que dicen creer en Dios pero viven como si no existiese.
Hay también “cristianos” que dicen no creer que Cristo haya resucitado, incluso algunos “teólogos” así lo proclaman y enseñan públicamente para escándalo de muchos, pero son muchos más aquellos cristianos que dicen creer en la Resurrección de Jesucristo pero en el día a día viven como si Cristo no hubiese resucitado.
Ante todos aquellos que no creen en la Resurrección de Jesucristo afirmamos, basados en el testimonio de quienes fueron testigos oculares de este acontecimiento tan extraordinario —testimonio consignado en los Evangelios y transmitido de generación en generación por los apóstoles y millares de creyentes incluso a costa de su propia vida y sangre— que Jesucristo verdaderamente resucitó de entre los muertos: «Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico»[1].
Por ello la Resurrección de Cristo, como nos ha enseñado el Papa Benedicto XVI, es la «verdad fundamental que es preciso reafirmar con vigor en todos los tiempos, puesto que negarla, como de diversos modos se ha intentado hacer y se sigue haciendo, o transformarla en un acontecimiento puramente espiritual, significa desvirtuar nuestra misma fe. “Si no resucitó Cristo —afirma san Pablo—, es vana nuestra predicación, es vana también vuestra fe” (1Cor 15,14)»[2].
Afirmar la verdad fundamental es afirmar al mismo tiempo que la Resurrección del Señor «constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó»[3], que «es cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento y del mismo Jesús durante su vida terrenal»[4] y que confirma «la verdad de la divinidad de Jesús»[5], demostrando que Él verdaderamente es el Hijo del Padre y Dios mismo. Por otro lado, la Resurrección de Cristo tiene para los creyentes consecuencias importantísimas: si «por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida»[6] y su Resurrección —y el propio Cristo resucitado— «es principio y fuente de nuestra resurrección futura»[7]. Él «resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron»[8] y por ello nuestra esperanza en la vida futura brota de su Resurrección. Por su Resurrección el Señor de la Vida nos ha abierto el camino que conduce a la plenitud de nuestra existencia en la comunión con Dios y con todos los santos.
Por mi Bautismo he llegado a participar de la gran victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte. Sí, «el gran estallido de la Resurrección nos ha alcanzado en el Bautismo… La Resurrección no ha pasado, la Resurrección nos ha alcanzado e impregnado»[9].
Por el Bautismo, dice San Pablo, «nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados con Él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva»[10]. Por eso en la gran celebración de la Vigilia pascual recordábamos el don enorme de nuestro propio Bautismo, renovando públicamente nuestras promesas bautismales, renunciando a Satanás y a todas sus obras y seducciones para reafirmar nuestra fe en Dios y nuestra adhesión a Él. Esta vida nueva en Cristo la hemos recibido por el Don del Espíritu que nos ha transformado interiormente[11], haciendo de nosotros hombres y mujeres nuevos.
Ahora bien, este inmenso don es a la vez una tarea, y como una semilla necesita ser regada y cuidada en su desarrollo y crecimiento, aquella transformación interior operada en mí requiere asimismo de mi diaria y esforzada cooperación, reclamando una vida que refleje mi condición e identidad de bautizado.
En ese mismo sentido afirmar la resurrección de Cristo necesariamente tiene consecuencias prácticas en la vida cotidiana. Quien afirma que Jesucristo ha resucitado, ha de vivir de acuerdo a lo que cree, pues de lo contrario terminará pensando como vive. Por lo mismo la Resurrección del Señor Jesús es un potente llamado —para todos los que creemos en Él— a morir realmente al hombre viejo y a todas sus obras de muerte para vivir intensamente la vida nueva que Cristo nos ha traído por el Bautismo. Así, pues, «consideremos, amadísimos hermanos, la Resurrección de Cristo. En efecto, como su pasión significaba nuestra vida vieja, así su Resurrección es sacramento de vida nueva. (…) Has creído, has sido bautizado: la vida vieja ha muerto en la Cruz y ha sido sepultada en el Bautismo. Ha sido sepultada la vida vieja, en la que has vivido; ahora tienes una vida nueva. Vive bien; vive de forma que, cuando mueras, no mueras»[12].
Pero quizá en medio de algunas caídas, o de inconsistencias, incoherencias, tensiones y luchas interiores, fragilidades e inclinaciones al mal, no pocas veces nos preguntamos acaso un tanto desalentados: ¿De verdad es posible vivir la vida nueva, la vida cristiana con todas sus radicales exigencias? ¿Es posible ser santo, ser santa? ¿Cómo puedo yo si soy tan frágil, si caigo siempre en lo mismo? ¿De verdad es posible que en algún momento de mi vida pueda afirmar como San Pablo: «vivo yo, más no yo, sino que es Cristo quien vive en mí»[13]?
Al considerar el acontecimiento de la Resurrección del Señor Jesús no cabe sino una respuesta firme y convencida, llena de esperanza: ¡Sí es posible! Y no porque sea posible sólo para nuestras solas fuerzas humanas, tan limitadas e insuficientes, sino porque «ninguna cosa es imposible para Dios.»[14] Y si bien estamos llamados a poner todo nuestro empeño[15], a esforzarnos al máximo de nuestras capacidades y posibilidades, ningún esfuerzo nuestro podrá fructificar si Dios no nos da la fuerza, su Gracia. La potencia divina manifestada en la Resurrección del Señor es para nosotros garantía de que podemos contar con esa fuerza divina que viene en auxilio de nuestra debilidad. Si nos abrimos a ella y colaboramos humildemente desde nuestra pequeñez, Dios poco a poco obrará en nuestra vida un cambio real, obrará nuestra santificación y conformación con Cristo, ese “revestimiento” interior del que habla San Pablo[16].
Así, pues, ya que Cristo ha resucitado, «¡despierta tú que duermes!, y ¡levántate de entre los muertos!, y te iluminará Cristo… mira atentamente cómo vives; que no sea como imprudentes, sino como prudentes; aprovechando bien el tiempo presente»[17]. ¡Deja que Cristo te ilumine hoy y cada día! ¡Permite mediante tu activa cooperación, poniendo los medios proporcionados y perseverando en ellos, que su vida resucitada se manifieste con toda su potencia y esplendor en tu propia vida, a través de todos tus actos nutridos de fe, de esperanza y de caridad!
Quien también hoy se abre a la fuerza y potencia del Resucitado, quien se deja tocar por Él, quien persevera en la lucha, puede decir perfectamente: «Todo lo puedo en Aquél que me conforta»[18], todo lo puedo hacer con la ayuda de Cristo Resucitado, quien me da la fuerza que necesito para alcanzar la santidad.
[1] Catecismo de la Iglesia Católica, 643.
[2] S.S. Benedicto XVI, Regina Caeli, 30/4/2006.
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, 651.
[4] Allí mismo, 652.
[5] Allí mismo, 653.
[6] Allí mismo, 654.
[7] Allí mismo, 655.
[8] 1Cor 15,20.
[9] S.S. Benedicto XVI, Regina Caeli, 30/4/2006.
[10] Rom 6,3-4.
[11] Ver Ez 36,26ss.
[12] San Agustín.
[13] Gál 2,20.
[14] Lc 1,37; Ver también Lc 18,27.
[15] Ver 2Pe 1,5.10.
[16] Ver Rom 13,12-14.
[17] Ef 5,14-16.
[18] Flp 4,13.