¿Quién no necesita de un amigo con quien caminar a lo largo de la vida? ¿Quién no necesita de una persona que nos escuche y acoja con el mayor aprecio, alguien con quien compartir la alegría fraterna de la amistad, y siempre dispuesta para ayudarnos en los momentos difíciles? El mejor de estos amigos es Jesús, nuestro Reconciliador, a quien podemos recibir en el Sacramento de la Eucaristía, y a quien también podemos visitar, acompañándolo ante el Sagrario, en el silencio de una capilla o de una iglesia.
El Señor Jesús nos llama «amigos»[1]. Está siempre con nosotros, y como sabemos, eso se manifiesta de modo visible en la Eucaristía, «sacramento del Sacrificio del Banquete y de la Presencia permanente de Jesucristo Salvador»[2]. Siendo un sacramento tan admirable, a veces se nos olvida que podemos recurrir a él con frecuencia. No tenemos que esperar cada Domingo para encontrarnos con Cristo presente en la Eucaristía. Podemos salir al encuentro del Señor, como lo ha hecho Él con nosotros en tantas ocasiones de nuestra vida, y visitarlo en una iglesia o capilla donde esté custodiado el Santísimo Sacramento. Ahí Jesús nos espera siempre, anhelante de que le abramos el corazón en la intimidad de la oración.
Si bien es verdad que podemos conversar con el Señor Jesús en todo momento y en cualquier lugar, su presencia en la Hostia consagrada es privilegiada y particularmente eficaz para poder «palpar el amor infinito de su corazón»[3]. Allí está presente por excelencia, en el modo como Él quiso permanecer entre nosotros. Eso hace una gran diferencia. El Señor está realmente presente en la Eucaristía, invitándonos a acompañarlo, ofreciéndonos su firme apoyo en nuestro peregrinar. La Iglesia y el mundo —nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica— «tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración»[4].
¡Todo aquello que anida en nuestro corazón! La adoración eucarística es un momento de intimidad, de confianza y de amistad con Dios. En esos ratos de oración ante el Santísimo, ante Jesús Sacramentado, recordamos que su presencia es fruto del amor que nos tiene. Es un momento oportuno para renovar nuestro propósito de ser santos y de responder generosamente al amor de Dios. En la adoración a Cristo Jesús también podemos pedir perdón por nuestras faltas y pecados, reconociendo así, con humildad, que sólo Él tiene el poder para perdonarnos, renovando nuestra confianza en su misericordia.
Podemos rezar por los demás, por nuestros familiares, los amigos, por los necesitados, los sufrientes, los enfermos. También por la Iglesia, el Santo Padre y sus intenciones, así como por los pobres y desvalidos, por los que necesitan de la fe y se creen abandonados de Dios. En fin, en cada uno de nosotros anidan diversas intenciones y necesidades que podemos presentar con fe y confianza al Señor Jesús. De hecho, la adoración Eucarística tiene una profunda relación con la evangelización. Por un lado, rezar por los demás ya es una privilegiada forma de apostolado y por otro, la experiencia de encuentro con el Señor nos renueva en el ardor para anunciarlo como quien se ha encontrado personalmente con Él.
Es verdad que «a menudo, en nuestra oración —como señalaba el Papa Benedicto XVI—, nos encontramos ante el silencio de Dios (…) Pero este silencio de Dios, como le sucedió también a Jesús, no indica su ausencia. El cristiano sabe bien que el Señor está presente y escucha». Esta situación, que quizás hemos experimentado en más de una ocasión, nos invita a confiar y tener paciencia, y puede ser un tiempo de maduración para nuestra fe, recordándonos que «el Dios silencioso es también un Dios que habla, que se revela»[5].
Para empezar necesitamos silencio interior y recogimiento para visitar al Señor Sacramentado. «El silencio —indicaba Benedicto XVI— es capaz de abrir un espacio interior en lo más íntimo de nosotros mismos, para hacer que allí habite Dios, para que su Palabra permanezca en nosotros, para que el amor a Él arraigue en nuestra mente y en nuestro corazón, y anime nuestra vida»[6]. Cuando nos encontramos en presencia de Jesús Sacramentado lo primero es hacer un acto de fe y tomar consciencia de que Dios está ahí realmente presente.
Muchas veces visitaremos el Santísimo Sacramento de modo espontáneo. No siempre hallamos una capilla cerca de donde vivimos o trabajamos, pero a veces tenemos la oportunidad de hacerlo y la aprovechamos. ¿A quién no le gusta recibir la visita sorpresa de un amigo cercano? El Señor se alegrará también cuando lo visitemos así. Sin embargo, si está dentro de nuestras posibilidades, podemos hacer de la visita al Santísimo un hábito que tendrá muchos frutos en nuestra vida espiritual. Quizás podamos visitarlo unos minutos al día, o dos o tres veces por semana. Podemos hacerlo solos, en la compañía de alguien, o también en familia. Invitar a alguien a visitar al Señor presente en el Santísimo Sacramento es una excelente oportunidad para hacer apostolado y dar ocasión para que otras personas que quizás estén un poco alejadas del Señor vuelvan a encontrarse con Él en la intimidad de la oración.
Si bien podemos rezar con las palabras que espontáneamente vengan a nuestro corazón, cuando vamos a visitar al Señor Jesús por un tiempo más prolongado ayuda muchísimo preparar nuestra visita. Podemos, por ejemplo, dedicar unos minutos a un momento de diálogo personal con el Señor, otros minutos a la meditación de un texto eucarístico o a rezar con los salmos, y otro momento a pedir por nuestras necesidades y las de los demás. Las posibilidades son muy variadas, y esta costumbre ayudará a que nos mantengamos concentrados y enfocados.
Hablando precisamente de textos sobre los cuales podemos meditar, existen diversas citas en la Sagrada Escritura sobre las cuales podemos rezar y que nos ayudarán en nuestra meditación. Los pasajes sobre la institución de la Eucaristía en la Última Cena, por ejemplo, así como aquellos en los cuales el Señor habla del «Pan de Vida», entre tantas otras, nos ayudarán a tomar especial consciencia de la presencia real del Señor. Meditar delante del Señor «nos da la posibilidad de llegar al manantial mismo de la gracia»[7], nos ayudará a un encuentro más íntimo con Él, y a descubrir con mayor ardor el inmenso bien que significa su presencia en la Eucaristía. Hay, por otro lado, muchos devocionarios eucarísticos que podemos utilizar en nuestras visitas. En ellos encontraremos también otros textos valiosos, oraciones de santos, así como cantos adecuados para la oración eucarística que con seguridad enriquecerán nuestra oración.
Cuando nos acercamos a Jesús Sacramentado tengamos siempre presente su promesa: «Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo»[8]. Es una invitación a confiar en Él, con alegría, sabiendo que está ahí siempre, paciente, gozoso, dispuesto a ayudarnos, a escucharnos. De la misma manera, recordemos que el Señor nos ha querido dejar también una Madre que nos acompaña y nos ayuda a acercarnos cada vez más a su Hijo. Que Ella, como decía el Beato Papa Juan Pablo II, «que fue la verdadera Arca de la Nueva Alianza, Sagrario vivo del Dios Encarnado, nos enseñe a tratar con pureza, humildad y devoción ferviente a Jesucristo, su Hijo, presente en el Tabernáculo»[9].
«…deseo recordar brevemente que el culto eucarístico constituye el alma de toda la vida cristiana. En efecto, si la vida cristiana se manifiesta en el cumplimiento del principal mandamiento, es decir, en el amor a Dios y al prójimo, este amor encuentra su fuente precisamente en el Santísimo Sacramento, llamado generalmente Sacramento del amor (…) El culto eucarístico es, pues, precisamente expresión de este amor, que es la característica auténtica y más profunda de la vocación cristiana. Este culto brota del amor y sirve al amor, al cual todos somos llamados en Cristo Jesús». (Juan Pablo II, Dominicae Cenae, 5)
«Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera. Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6,48.51).
«Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20).
[1] Jn 15,14.
[2] S.S. Juan Pablo II, Homilía, 12/06/1993.
[3] S.S. Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, 25.
[4] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1380.
[5] Benedicto XVI, Respuestas a las preguntas de los jóvenes durante la vigilia de oración, 01/09/2007.
[6] Benedicto XVI, Audiencia general, 07/03/2012.
[7] S.S. Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, 25.
[8] Mt 28,20.
[9] S.S. Juan Pablo II, Homilía, 12/06/1993.