#Familia

CHD 264:  La familia, lugar de comunión y de amor


       

“La familia tiene la misión de ser, cada vez más, lo que es”. (Familiaris Consorcio, 17)


La invitación de este “Camino hacia Dios” es que renueves la conciencia del maravilloso don de pertenecer a una familia y alentarte a que, desde tu circunstancia concreta, sueñes y te esfuerces más por vivir los auténticos valores familiares y la vivencia del amor en el aquí y ahora de tu historia.

1. Pertenecemos a una familia

Todos recibimos la vida de alguien. Nunca nos damos la vida a nosotros mismos. Esta experiencia vital es una bendición. Tenemos marcado en nuestro ser una realidad de gratuidad: somos un don. Al mismo tiempo, nos evidencia un sentido de pertenencia que debemos valorar: nacimos de alguien que nos vincula.

Recibimos la existencia en el seno de una familia, aunque sea pequeña y frágil, pero siempre estamos enlazados desde lo más profundo y llamados a fortalecer, curar y hacer crecer este vínculo.

Por otro lado, conscientemente no decidimos en qué familia nacer, pero hoy, en cuanto leas este Camino hacia Dios, sí tienes la posibilidad de decidir por qué tipo de familia quieres luchar o qué tipo de familia estás decidido(a) a formar. Esta decisión sí está en tus manos.

¿Quienes son los miembros de tu familia? Agradece a Dios por pertenecer a ella y piensa en cada uno, en las necesidades que puedan tener y que tú puedas ayudar?


2. La alegría de vivir en comunión

 

Uno de los salmos más hermosos, y al mismo tiempo uno de los más cortos de la Sagrada Escritura, es el Salmo 133, que canta la alegría de vivir en comunión:

¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía! Es como el buen óleo sobre la cabeza (…) Porque allí envía el Señor la bendición y vida eterna”. (Salmo 133,1)

El Espíritu Santo, a través del autor sagrado, inspira la alegría de vivir en comunión, cuya razón más fundamental y fundante es la misma Santísima Trinidad: Dios, que es comunión de las Tres Personas Divinas que se aman eternamente y despliegan su amor en la creación, en la reconciliación y en la vivificación constante del ser humano.

Y es así que toda comunión es fruto y reflejo de esta comunión trinitaria.

Este salmo canta la alegría de las comuniones posibles entre los seres humanos, entre las cuales se puede destacar de forma primordial y esplendorosa la vida familiar.

Dedica unos momentos a meditar el salmo 133 y mira qué te dice a ti esta cita, sobre tu vida familiar.

“La familia, fundada y vivificada por el amor, es una comunidad de personas: del hombre y de la mujer esposos, de los padres y de los hijos, de los parientes. Su primer cometido es el de vivir fielmente la realidad de la comunión con el empeño constante de desarrollar una auténtica comunidad de personas”. (Familiaris Consortio 18)

 

3. Dios está presente en la comunión familiar

Cuando un hombre y una mujer se unen de corazón para formar una nueva familia y se abren a la dimensión de la gracia y del sacramento, Dios está presente.

El Papa Francisco, en su Exhortación “Amoris laetitia”, dice que:

“Siempre hemos hablado de la inhabitación divina en el corazón de la persona que vive en gracia. Hoy podemos decir también que la Trinidad está presente en el templo de la comunión matrimonial. Así como habita en las alabanzas de su pueblo (cf. Sal22, 4), vive íntimamente en el amor conyugal que le da gloria” (AL, 314).

Esta comunión en el amor de Dios que viven los esposos se extiende a todos los otros lazos familiares y que cada uno vive desde su particularidad de hijo, hermano, nieto, abuelo, etc. De hecho, como decía San Juan Pablo II,

“Todos los miembros de la familia, cada uno según su propio don, tienen la gracia y la responsabilidad de construir, día a día, la comunión de las personas, haciendo de la familia una «escuela de humanidad más completa y más rica»: es lo que sucede con el cuidado y el amor hacia los pequeños, los enfermos y los ancianos; con el servicio recíproco de todos los días, compartiendo los bienes, alegrías y sufrimientos (Familiaris consortio, 21).

Cada uno desde su particularidad y desde su lugar en la familia, puede comunicar el amor de Dios en su familia, siempre que permita que Él se haga presente y se manifieste en su vida personal, por más dificultades que se puedan presentar en la vida familiar. Él nos sostiene con su providencia y su gracia.

Ponte en presencia de Dios, y pídele en oración, la experiencia de reconocerte cada vez más amado (a) por Él, para acoger con su amor a algún miembro de tu familia, que necesita de ti.

 

4. Crecer en el amor auténtico para vivir en comunión

“Dios es amor” (1 Jn 4, 8)

El amor es la esencia divina y también es la esencia de la familia. Es el amor el que debería comenzarla, alimentarla, enriquecerla y llevarla a buen fin en la morada eterna del cielo. Vivir en familia es una escuela para aprender a vivir el amor, desde que somos niños.

“La presencia del Señor habita en la familia real y concreta, con todos sus sufrimientos, luchas, alegrías e intentos cotidianos. Cuando se vive en familia, allí es difícil fingir y mentir, no podemos mostrar una máscara. Si el amor anima esa autenticidad, el Señor reina allí con su gozo y su paz. La espiritualidad del amor familiar está hecha de miles de gestos reales y concretos. En esa variedad de dones y de encuentros que maduran la comunión, Dios tiene su morada” (AL, 315).

El amor se aprende al vivir en familia

Vivir en comunión en nuestra familia es hermoso, pero es también un desafío y por eso estamos llamados a esforzarnos por acoger la gracia y contribuir para que nuestra familia crezca y se plenifique. Es una de las misiones más importantes que recibimos como seres humanos y como cristianos.

“Que el Señor os haga progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros”. (1 Tesalonicenses 3,12)

“Sólo podemos crecer respondiendo a la gracia divina con más actos de amor, con actos de cariño más frecuentes, más intensos, más generosos, más tiernos, más alegres”. – Papa Francisco

5. La Sagrada Escritura ilumina la comunión familiar

 

Existen algunos pasajes bíblicos que aparentemente no hablan de la realidad familiar pero que profundizando un poco, nos vemos intensamente iluminados y motivados por ellos a crecer en los lazos familiares. Veremos algunos:

5.1. Que todos sean uno

En el capítulo 17 del Evangelio de San Juan, en el discurso llamado de “despedida de Jesús”, el Señor hace una oración al Padre pensando en todos aquellos que lo seguiríamos. Pide, de corazón:

“También les di a ellos la gloria que me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y los has amado como me has amado a mí” (Jn 17, 22-23).

Estamos llamados a vivir la unidad a semejanza de la misma unión que existe entre Dios Padre y su Hijo Unigénito. Es el mismo Cristo el que pone delante de nosotros este horizonte, especialmente para todas las familias, llamadas a vivir la comunión. Parecería imposible vivirlo, pero tomemos conciencia de que es una oración del mismo Jesús y que por eso mismo nos abre a una realidad sobrenatural que puede hacerse presente en nuestra realidad, si lo permitimos. No es un simple trabajo humano, sino una obra de la gracia en nosotros.

¿Cuál es el horizonte?

Que seamos uno. Que nuestras familias no vivan la división, sino la experiencia de unidad. Eso no significa que todos sean iguales o que no existan peleas o desencuentros, sino que la tendencia a buscar la comunión sea constante. Trabajar juntos para arreglar aquello que se quebró y volver a la sintonía cuando los malentendidos se hagan presentes.

5.2. Si Dios está en el centro de la vida familiar, la unidad es posible

Los primeros cristianos fueron ejemplo de que esta unión era posible.

“La multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma. Ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común” (Hch 4, 32).

Viven justamente lo que Jesús pidió en oración en la despedida de la Última Cena. Lo tenían todo en común. Este es el mismo llamado para todas y cada una de nuestras familias. Con seguridad estos primeros cristianos, de todas las edades y procedencias, eran muy diferentes y hasta contrarios, puesto que se juntaron judíos y gentiles, letrados e ignorantes, pero eso no impidió que la comunión apareciera. Lo que los unía era algo mayor que las posibles separaciones: el haber conocido a Jesús de Nazaret y su mensaje de reconciliación.

¿Qué pistas nos da esta realidad de los Hechos de los Apóstoles para nuestra familia?

Si Dios está en el centro de la vida familiar y el encuentro con Él es la prioridad y motivación cotidiana, a pesar de las dificultades y desafíos, la unidad es posible. Y esto, porque lo que une a la familia no son simplemente lazos humanos sino también divinos.

“La familia cristiana está llamada además a hacer la experiencia de una nueva y original comunión, que confirma y perfecciona la natural y humana. El Espíritu Santo, infundido en la celebración de los sacramentos, es la raíz viva y el alimento inagotable de la comunión sobrenatural que acomuna y vincula a los creyentes con Cristo y entre sí en la unidad de la Iglesia de Dios”. (Familiaris Consortio, 21).

6. A modo de Conclusión

Baste para esta última reflexión traer a colación unas palabras del Papa Francisco que se hicieron ya famosas y que nos ayudan a vivir en lo concreto el amor familiar. A veces podríamos pensar que vivir la unidad de la que estamos hablando es hacer gestos grandiosos o sacrificios heroicos. Puede ser que alguna circunstancia extraordinaria te lo pida, pero no suele ser lo natural. Tal vez no te toque vivir algo extraordinario, pero lo que Francisco señala sí lo puedes y deber vivir en cada momento:

“Los gestos que expresan (el amor familiar) deben ser constantemente cultivados, sin mezquindad, llenos de palabras generosas. En la familia «es necesario usar tres palabras. Quisiera repetirlo. Tres palabras: permiso, gracias, perdón. ¡Tres palabras clave!” (AL,132). “Cuando en una familia no se es entrometido y se pide “permiso”, cuando en una familia no se es egoísta y se aprende a decir “gracias”, y cuando en una familia uno se da cuenta que hizo algo malo y sabe pedir “perdón”, en esa familia hay paz y hay alegría” (AL,133). “No seamos mezquinos en el uso de estas palabras, seamos generosos para repetirlas día a día, porque «algunos silencios pesan, a veces incluso en la familia, entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos” (AL,134). “En cambio, las palabras adecuadas, dichas en el momento justo, protegen y alimentan el amor día tras día” (AL, 133).

¿Quién podría decir que no tiene condiciones para decir “permiso”, “gracias” y “perdón”?

Está en nuestras manos, aunque a veces, por tener el corazón sumergido en sentimientos negativos o egoístas, no las digamos. Empecemos por estas tres palabras, dichas cada vez más de corazón, para que nuestros lazos familiares se nutran de la unidad y de la presencia del mismo Dios, Comunión Eterna de Amor.

¿En tu familia, a quién piensas que tienes que decir estas palabras, hoy?