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CHD 279:  La Mujer a la raíz de la Buena Nueva

 La Mujer a la raíz de la Buena Nueva[1]  

1. Jesús y el Espíritu nos introducen a la lectura de fe


El Concilio Vaticano II enseña que los libros del Antiguo Testamento,   «tal como se leen en la Iglesia y se interpretan a la luz de la plena revelación ulterior, iluminan poco a poco con más claridad la figura de la mujer, Madre del Redentor» (LG 55).  

De esto, recogemos dos cosas. La primera es aquella manera de leer e interpretar, propia de la Iglesia, que tiene   «los ojos fijos en Jesús que inicia y lleva a la perfección la fe, [porque Él] está sentado a la diestra del trono de Dios» (Hebreos 12,2).  

Pues, es desde ahí que Cristo nos manda el Espíritu, ese mismo con el que fue escrita la Sagrada Escritura y con el que debe ser leída e interpretada (DV 12). La segunda cosa se trata del carácter progresivo con que los misterios van iluminándose, poco a poco, hasta llegar a su pleno sentido, en el que brilla la perfección del misterio de Cristo. Ahora, en símil modo, buscamos acercarnos a la figura de la Mujer cuya transcendencia coincide con la progresiva revelación del misterio de la Madre del Redentor.

Se trata de un argumento sutil y fascinante que abarca la totalidad de la Biblia desde su primer capítulo hasta el último.[2] No obstante su amplitud, tenemos como referentes a San Juan y a San Lucas, pues, han prestado una fina atención al tema. En el evangelio de Juan, María aparece en sólo dos escenas, una al inicio y otra al fin. En ambas viene presentada como «la Madre de Jesús» y en ambas Jesús la llama «Mujer».[3] En este sentido, no ha sido propiamente el Concilio a proponernos este nexo de lectura sino el Evangelio y, más precisamente, el mismo Señor Jesús. Tras la predicación de San Pablo, ya los primeros cristianos reconocían en Jesús el «Nuevo Adán»[4] y el «hombre nuevo»,[5] a cuya figura los Padres intuyeron y sumaron la figura de la «Nueva Eva» asociada a María, la verdadera «Madre de los vivientes».[6] Sobre la base de estas analogías la reflexión de la Iglesia se ha enriquecido mucho, invitándonos a volver nuestra mirada al Edén, hacia la figura de la Mujer a la luz de la Madre del Redentor.  

2. Sobre las palabras

La palabra «protoevangelio» no tiene que ver con los protestantes o evangélicos, sino es un término técnico que se traduce: “el primer buen anuncio” o “primicia de buena nueva”. En concreto se refiere al versículo de Genesis 3,15, cuando, tras la Caída de Adán y Eva, Dios amonesta a la serpiente diciendo:

«Enemistad pondré entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar». (Genesis 3,15)

Esta promesa divina deja entender que Dios no abandonará su propósito de bien para con la humanidad, a pesar de su susceptibilidad al mal, sino que, mediante la lucha, la victoria definitiva contempla la parte y tal vez mejor el parto de la mujer. Es decir, aquel vencedor del tentador—el Salvador de la humanidad, el Mesías Redentor—el que vendrá «nacido de mujer» (cf. Gálatas 4,4). Así, hay una clara referencia a la Madre del Cristo, la Aliada que invertirá la situación de la Caída. La Buena Nueva del ángel Gabriel anuncia ese parto a la Virgen; y, dando su «sí», Ella alarga el motivo de la alianza, partiendo en servicio de la palabra para divulgarla (ver Lucas 1,26-56).

Las traducciones antiguas de Genesis 3,15 nos ofrecen variantes importantes que dejan percibir la riqueza de sentido que una lectura de fe ha introducido en esta importante promesa. El original hebreo indicaría el linaje (como grupo o parte), y por lo tanto el «pueblo elegido» como vencedor (contempla una esperanza escatológica). La traducción griega de la LXX indica el descendiente (como individuo por nacer), y por lo tanto «el Mesías» (contempla un Salvador paradójico). Luego, la traducción latina de la Vulgata matiza, más bien, que será la Mujer quien pisa la cabeza de la serpiente, dejando un doble reverbero que:  

1. Contempla una figura no mordida por el pecado (inmaculada)  
2. Que defiende su descendencia, luchando con éxito contra el enemigo (perpetua virginidad, cooperadora a la redención y función materna).

Podemos apreciar la síntesis de estas tres aproximaciones que muestran la gradual iluminación del sentido pleno del misterio, elaborándose según el Espíritu que da la fe y habla en la Palabra.  

3. El horizonte universal de la mujer   

El sentido pleno y espiritual del pasaje se impone a lo inmediato y horizontal que refiere a Eva—mujer en cuanto individuo. Aquí sirve encuadrar la perspectiva desde el Plan divino, teniendo de relieve el valor tipológico presente en la narración. De este, emerge un horizonte universal donde la promesa divina sostiene un rol de la mujer que trasciende la historia y se liga a «un linaje» que realizará «enemistad» con la serpiente. Tal linaje posee una estrecha relación con Aquél que vencerá en la lucha con el pecado a beneficio de todos. Así, Dios promete de introducir en la historia, a través de la Mujer, un portento inédito de misericordia. San Juan Pablo II observa:    

«Las palabras del Protoevangelio revelan, además, el singular destino de la mujer que, a pesar de haber precedido al hombre al ceder ante la tentación de la serpiente, luego se convierte, en virtud del plan divino, en la primera aliada de Dios».  

Para ver mejor las raíces de dicha alianza, es conveniente volver al capítulo precedente, a las motivaciones que, antes de todo, llevaron Dios a crear la mujer (ver Genesis 2,18-25). ¿Cómo la vio Dios desde el inicio? ¿Quién es la mujer en su designio? La Escritura dice: al crearles en su imagen y semejanza, los creó macho y hembra (Genesis 1,27).[7] Es decir, la imagen y semejanza divinas son reflejadas en tal complementariedad, cuya colaboración y comunión trae a la luz amor y nueva vida, dando fundamento y sentido a la existencia. Bien, Dios se expuso en la Creación, cual plasmación de su Palabra [logos], la cual se entrega a su ‘semejante’, el hombre (ver Genesis 1,28-30; 2,16). He aquí la moraleja de los dos árboles en medio del Edén: el hombre, para ser semejante a Dios ha de exponer su palabra y entregarse al otro, prestando obediencia de fe a la Palabra divina. Más adelante, confirma la importancia de la figura de la mujer a tal cometido con la observación:  

«No es bueno que el hombre esté sólo. Voy a hacerle una ayuda semejante» (Genesis 2,18).

Justamente, tal preocupación nace tras la prerrogativa:  

«No comerás del árbol de la ciencia del bien y del mal…o morirás sin remedio» (Genesis 2,17; 3,3).  

Entonces, sin la mujer, el hombre se encuentra desprevenido de un interlocutor cercano para ‘remediar’ esa situación de riesgo mortal. El hebreo de la frase «ayuda semejante» [ezer kneged], responde justamente a este sentido: ezer [socorro, aliado] de uso, a menudo referido a Dios, al que rescata del peligro mortal; kneged [como su correspondiente] trae múltiples sentidos: de cercanía cara a cara, de estar delante, de salir al encuentro, de informar, confesar o incluso de interpretar u oponerse; con otro matiz de coraje. Todo esto describe un manifestarse ante la vida y la muerte, sea para advertir que resolver [dbr].[8] Tal dinámica exige mutua atención y acogida, la cual dará un ‘remedio’ la condición mortal que amenaza el hombre. De tal modo, la mujer es la aliada que ‘previene’ al logos que hay en el hombre—en cuanto referido a su naturaleza, bajo forma del linaje, plasma la vida hacia delante en la historia; y en cuanto referido a su relacionalidad de persona, forma a los hijos mediante esa comunicación vital de palabra [verbum]. Desde el principio, la mujer fue destinada, en servicio de la palabra, a traer a la luz lo que reside en el íntimo del hombre,[9] jugándose la propia vulnerabilidad en el proceso. He ahí, la profecía del viejo Simeón: incluso por ti pasará el peligro mortal,   «a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones» (Lucas 2,35).    

4. Entre dos profecías: la Madre de Dios previene a la muerte (Lucas 2,25-35)  

¿Cómo es que la Mujer sea realmente un ‘remedio’ ante la muerte? ¿Acaso no ha sido ella la puerta por la que la muerte fue introducida? Hay un «misterio muy grande» aquí y su desenlace atiende «la obediencia de la fe».[10] A pesar de la desobediencia de Eva, la Mujer es revindicada por Dios con el Protoevangelio—y no sólo. Dios mismo promete de manifestarse ante la vida y la muerte declarando que así «pondrá enemistad» contra la Serpiente. Prestamos atención a lo que esto implica:

1. Dios se manifestará como descendiente, uno nacido de mujer—es decir, como hombre, nuestro semejante—de consecuencia, esa Mujer obediente en la fe será la Madre de Dios.
2. Así Dios «pone enemistad» contra la serpiente y su semilla. En cierto modo, resuena con: «Éste está puesto…para ser signo de contradicción» (Lucas 2,34),   haciendo que la profecía de Simeón sea una confesión de fe que contemplaría la realización de la promesa del Protoevangelio. Pero hay más.
3. Dios explica en que consiste la enemistad, diciendo a la serpiente: «Te insidiará la cabeza mientras tú insidias su calcañar». La raíz del hebreo «calcañar» o «huello» coincide con el nombre «Jacob» que significa «ser engañoso». Por un lado, el Mesías viene de «la casa de Jacob» (Lucas 1,33), por el que percibimos cuanto Apocalipsis 12,1-5 busca retomar la escena con detalle,[11] en donde, pero, el «signo sorprendente» es la «Mujer» que «da a luz».[12] Por otro lado, intuimos que el ser a la vez «Salvador» y «signo de contradicción» tiene en sí algo de «huella engañosa» cuya superación requiere una fe obediente.
4. La lucha descrita en el Protoevangelio se trata de un combate mortal y lo mismo encontramos con Simeón: «yace para la caída y resurgimiento de muchos»,[13] haciendo de lo que sigue—«y a ti también una espada traspasará el alma»—una indicación de este salir al encuentro del asecho mortal, aquella misión primigenia de la ayuda semejante que prevé dolor y abandono en Dios, cual entrega de la Palabra de vida. «He ahí», al pie de la cruz. Efectivamente, con su confesión de fe, Simeón declara que nuestro verdadero «socorro semejante» es Jesús, el Hijo de María[14]; y reafirma su misión de ser la Mujer «según Su palabra»: para «dar a luz» el Logos humanado y «traer a la luz los pensamientos de muchos corazones». Así, María se revela de ser la Madre de Dios, la abogada de Eva y su descendencia, aquella Virgen Fiel que, respondiendo con todas sus facultades a esa misión universal de Mujer, encuentra la más plena realización de su persona mediante la obediencia de la fe, que se perfecciona en disponibilidad total bajo la acción del Espíritu. Explica San Juan Pablo II,

En efecto, en la Anunciación María se ha abandonado en Dios completamente, manifestando «la obediencia de la fe» a aquel que le hablaba a través de su mensajero y prestando «el homenaje del entendimiento y de la voluntad». Ha respondido, por tanto, con todo su «yo» humano, femenino, y en esta respuesta de fe estaban contenidas una cooperación perfecta con «la gracia de Dios que previene y socorre» y una disponibilidad perfecta a la acción del Espíritu Santo, que, «perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones».[15]

El Papa polaco también concluye: «como dice san Ireneo, “por su obediencia fue causa de la salvación propia y de la de todo el género humano”. María, asociada a la victoria de Cristo sobre el pecado de nuestros primeros padres, aparece como la verdadera “madre de los vivientes”. Su maternidad, aceptada libremente por obediencia al designio divino, se convierte en fuente de vida para la humanidad entera».[16]   Con alegría, la Iglesia confiadamente vuelve a su fuente en la obediencia de la fe, para así participar más plenamente de su misterio por medio de la piedad filial, cada vez que rezamos el Ave María: «…Madre de Dios, ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte». Amen.   

 

 

[1] Este artículo desarrolla la catequesis de Juan Pablo II, «María en el Protoevangelio» del 24, enero, 1996. El texto se encuentra en el siguiente link: https://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/audiences/1996/documents/hf_jp-ii_aud_19960124.html

[2] Ver la creación de la mujer (Genesis 1,27; 2,18-25) y la novia del Cordero (Apocalipsis 21,9ss; 22,17).

[3] Juan 2,1.4; 19,25-26. Jesús usa el apelativo «mujer» otras veces; no es un término exclusivo a su madre. Tal uso recuerda su carácter tipológico. En otras palabras, Jesús ve la misión de la Mujer realizarse en más personas que entran en colaboración con su misión. Sin duda, su Madre representa el ejemplo más excelso y arquetípico.

[4] Cf. Romanos 5,12-17; 1Corintios 15,45-49; Colosenses 1,15.

[5] Cf. 2Corintios 5,17; Efesios 4,17.20-24; Colosenses 3,10.

[6] San Epifanio, Haer. 78,18; Cf. Lumen Gentium, 56; CIC 511. Ver también, San Ireneo, Adv. Haer., 5,19,1.

[7] Esta forma poética de copla, común al estilo bíblico, describe los matices de algo; por eso, se lee como unidad.  

[8] La raíz del verbo hebreo dbr [hablar] está ligada no solo al discurrir, sino en especial a la Palabra de Dios, y por lo tanto, al mandamiento «no comerás» y al anuncio profético que advierte y llama a seguir la voluntad divina.

[9] Con efecto inmediato, surgen palabras gozosas cuando por primera vez ella fue conducida ante él: «¡Finalmente ésta que sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne!» (Genesis 2,23).

[10] Cf. Filipenses 2,8 y Efesios 5,30-32. La resolución al pecado y a la muerte pasa por los Misterios Pascuales.

[11] Ahí, la «cabeza» del dragón tiene encima cuernos y diademas, símbolos del poder terrenal. Esto describe la descendencia de la serpiente: las naciones que dominan con iniquidad (ver Salmo 89,51-52). Por esto, «asediar su cabeza» equivale que «el varón que nace ha de regir todas las naciones con cetro de hierro» (Salmo 2,9), y así vencer el pecado del mundo. Pero se desdice la expectativa engañosa de un Mesías político, de reino terrenal, porque: «[el hijo de la mujer] fue arrebatado y llevado hasta Dios y su trono», porque el Reino es del cielo.

[12] Posiblemente los traductores al latín contemplaban y tomaron inspiración de estas conexiones escriturísticas.

[13] El griego keimai significa poner o colocar sobre lo horizontal; evocando, por un lado, Cristo recostado en la tumba, y por otro, que muchos han de conformarse con los Misterios Pascuales, para renacer semejantes a su imagen filial, «primogénito entre muchos hermanos» (Romanos 8,29) y «de entre los muertos» para nuestra reconciliación (Colosenses 1,18.20).

[14] La frase «han visto mis ojos tu salvación» hace juego en aramaico al nombre de Jesús, que, además, le fue dado en este momento. Sería algo así: ¿Cómo se llamará?—Yeshuah—…¡Ah, mis ojos contemplan a Tu Yeshuah!

[15] Redemptoris Mater, 13; Dei Verbum, 5; Lumen Gentium, 56.

[16] Juan Pablo II, Audiencia general, «María, nueva Eva», de 18 sept de 1996. Ireneo, Adv. Haer., 3, 22, 4.