Contemplar el amor de Jesús crucificado ilumina el sentido del sufrimiento
¿Qué suscita en el corazón humano el contemplar a Cristo crucificado? ¡Pueden ser muchas las experiencias humanas al encontrarnos con este misterio de Amor! Quizá un hondo silencio al ver a un Dios que se hace creatura y está amando hasta el extremo a cada persona para redimirla de sus pecados; quizá surge el deseo de comprender más y mejor el sentido que Él le da al sufrimiento.
¡De cuántas maneras pudo Dios reconciliarnos con Él! Sin embargo, Él escogió aquella en la que quiso mostrarnos su rostro de Amor. Nos dice Jesús: “El que me ha visto a mí, ha visto también al Padre” (Jn 14,9). Y es que, al ver el amor de Jesús hacia nosotros, conocemos el amor del Padre. Vemos con mucha claridad, a través de su encarnación —al hacerse hombre, como hijo de María— el valor que tiene para Él cada ser humano, Él valoró plenamente lo humano, pues, a través del dinamismo de la Encarnación, se ha unido en cierto modo a todo hombre (cf. GS 22). Asimismo, Jesús nos muestra con claridad que su Reino no es de este mundo y que Él vino para que alcancemos la vida eterna.
En Jesús vemos el rostro del amor divino, manso y humilde de corazón. Él es el cordero de Dios que vino al mundo a recobrar lo perdido, no con una lógica humana, como podría haberse esperado, sino con una lógica divina: la del perdón y de la misericordia. No vino a restablecer la situación política que vivía el pueblo elegido, Israel, sino que vino a buscar a las ovejas perdidas que presas del pecado, se habían alejado del Padre.
Jesús nos muestra el camino de retorno con su propia vida. El camino del amor humilde como camino seguro del encuentro con el Padre, con uno mismo, con los demás, con todo lo creado. El camino de la entrega, del amor sin límites. “No hay amor más grande que le da la vida por los amigos” (Jn 15,13). Contemplando la vida de Jesús —su nacimiento, su vida oculta en Nazaret, sus tres años de predicación— podemos encontrarnos con una vida centrada en la misión por la que vino al mundo: la reconciliación de los hombres con Dios. Jesús con su vida humilde y obediente, nos muestra el sentido hondo de la vida. Camino que todos estamos llamados a recorrer, para alcanzar la vida eterna.
Jesús es el cordero de Dios, que se inmoló por todos nosotros no solo en la cruz, sino que desde la encarnación se rebajó de su categoría de Dios, (cf. Fil 2,6-9), para vivir como todo hombre y sufrir como todo hombre, a lo largo de su vida cotidiana. Él se hizo uno de nosotros para acompañarnos en todas las situaciones de nuestra vida. No hay sufrimiento por el que Él no haya pasado.
Toda la vida de Jesús fue una preparación humana para su entrega total en el martirio de la cruz. Se preparó en una permanente relación con el Padre en la oración, en el estudio de las Sagradas Escrituras, en la vivencia de la obediencia en su hogar de Nazaret con José y con María, en el trabajo manual como carpintero, en el arduo servicio a quien lo necesitaba, a través de su predicación y la sanación que ofrecía a los enfermos y necesitados.
Jesús sabía que Él era el cordero que sería llevado al matadero (cf. Is 53,7). Las Escrituras profetizaron cómo iba a ser su muerte en la cruz. Cuánto dolor debió vivir al saberlo, sin embargo, su amor por nosotros era más fuerte que el dolor y que la muerte. Él predicó y sanó enfermos, a costa de ir mostrando quién era: el Mesías esperado, el que cumpliría las promesas del Padre. Todo esto exacerbó a los judíos, hasta condenarlo a muerte y muerte de cruz.
Al ver a Jesús sufrir podemos comprender mejor el sentido de este misterio del sufrimiento que vivimos cada día. Jesús le da un valor salvífico al sufrimiento, al reconciliarnos con su propio sufrimiento. De esta manera le da sentido al sufrimiento de cada persona. Es decir, todo sufrimiento es útil para la vida de quien lo vive. Jesús ha convertido en un acto valioso el hecho de sufrir.
En Jesús comprendemos el sentido salvífico del sufrimiento. Nos explica San Juan Pablo II:
«El sufrimiento parece pertenecer a la trascendencia del hombre; es uno de esos puntos en los que el hombre está en cierto sentido “destinado” a superarse a sí mismo, y de manera misteriosa es llamado a hacerlo». (Salvifici Doloris n. 11)
Podemos sufrir por alguna consecuencia de nuestros actos o sin haber tenido responsabilidad para recibir un sufrimiento concreto en nuestra vida. Es decir, el sufrimiento no necesariamente es producto de un castigo que recibimos por nuestras faltas. Existe el sufrimiento del justo o inocente, como en el caso de Job (1,1) o el caso de Jesús. Inocentes que sufrieron muchísimo en sus vidas. Es decir, frente a la realidad del sufrimiento como ante la realidad del mal, nos encontramos frente a un misterio.
«Job no es culpable. El suyo es el sufrimiento de un inocente; debe ser aceptado como un misterio que el hombre no puede comprender a fondo con su inteligencia… no es verdad, por el contrario, que todo sufrimiento sea consecuencia de la culpa y tenga carácter de castigo. La figura del justo Job es una prueba elocuente en el Antiguo Testamento» (Salvifici Doloris n. 11)
Jesús sufre por amor. El amor al Padre y el amor a cada uno de nosotros fue lo que le dio un hondo sentido a su sufrimiento. Al mirar con amor la recompensa que significaría para nosotros su sacrificio en la cruz, hizo suyos todos nuestros pecados. Los cargó sobre sí, para darnos vida eterna.
«Contemplando la escena de Cristo crucificado, podemos entender mejor que la lógica de Dios, es la lógica del amor y de la misericordia. Él es un Dios que conoce nuestra debilidad y que sale feliz a nuestro encuentro, para darnos siempre una nueva oportunidad. En Jesús, nos dio esta gran posibilidad de retorno a Él. Mirando a Jesús en la cruz, podemos observar a Aquel que ha asumido en sí todos nuestros pecados y que, como hijo pródigo, a nombre de todos nosotros le dice: ¡Padre, he pecado contra el cielo y contra ti!!» (CHD n. 267).
Vemos en su vida como el amor ilumina el sentido del sufrimiento. Él lo convierte en ocasión de amar y nos invita a asumirlo en nuestra vida, uniéndonos a Él y ofreciéndolo como Él por el perdón de nuestros pecados y el de los demás.
En Cristo aprendemos que el sufrimiento tiene un valor salvífico, es decir tiene un sentido. El apóstol Pablo escribe: «Ahora me alegro de sufrir por vosotros: así completo en mi carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia, de la cual Dios me ha nombrado ministro» (Col 1,24). «La alegría deriva del descubrimiento del sentido del sufrimiento…El Apóstol comunica el propio descubrimiento y goza por todos aquellos a quienes puede ayudar —como le ayudó a él mismo— a penetrar en el sentido salvífico del sufrimiento» (Salvifici Doloris, n.1).
Como Pablo, quienes encontraron el sentido del sufrimiento, nos han dejado incontables testimonios de cómo seguir con amor a Cristo crucificado, abriéndose a su gracia, ha sido ocasión de crecer en amor, fortaleza, paciencia y paz interior.
El Cardenal Stefan Wyszynski [1], que fue encarcelado por el régimen comunista, nos dejó su testimonio:
«Te dedico, ¡oh Virgen de Jasna Gora!, el año que termina; Yo te confío este año transcurrido en esta mi camuflada prisión, sin reproche y sin reservas, mi tristeza. Tú que me ves, sabes lo que supone para mí estar detenido. Tengo fe en la gracia de Dios y soy plenamente consciente de este don del que me hace disfrutar. No pregunto el porqué; tengo confianza. La sabiduría, la bondad y el amor de Dios me bastan para conocer mi destino. ¿Por qué he de saberlo todo y entenderlo todo? ¿Para qué serviría entonces la fe?»[2].
«Un obispo cumple con su deber no solamente en la cátedra y el altar, sino también en la prisión, in vinculis Christi. Testimoniar a Cristo en la cárcel o desde lo alto del púlpito constituye un solo e idéntico deber. Estar preso “por el nombre de Cristo” no es una pérdida de tiempo» (Diario de la Cárcel, Madrid, 1984, p. 76).
El Cardenal Francois Xavier Van Thuan [3], prisionero por Cristo nos dice: «La Iglesia ha nacido en la cruz. La Iglesia crece continuando la pasión de Jesús hasta el final de los tiempos. Si vuelves a poner tu seguridad en el dinero, en la diplomacia, en el poder, en la influencia o en la propaganda de cualquier tipo, te encontrarás tristemente desengañado».
Junto a estos pocos testimonios, de muchos de los que está llena la historia de la Iglesia, podríamos decir con el apóstol Pablo:
¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? (Rm 8,35)
Se nos ha prometido la vida eterna, pero sabemos por la fe, como reza la Salve —plegaria mariana— que mientras vivimos en el tiempo presente estamos en “un valle de lágrimas”. Y Jesús vino a enseñarnos el sentido del sufrimiento, para que sepamos vivirlo desde quienes somos: ciudadanos del cielo (cf. Flp 3,20s). Peregrinos que tenemos nuestra esperanza en las promesas del Padre.
Asimismo vemos en el testimonio de incontables cristianos, que tuvieron experiencias de mucho dolor, una paz, consuelo y fortaleza indecibles, al estar unidos en su dolor con Cristo Jesús.
La Nennolina [4], una niña de seis años que murió de cáncer y que le amputaron una pierna repetía con alegría cuando le dolía mucho caminar: «Que cada paso que doy sea una palabra de amor». «En su última carta antes de morir, Nennolina le escribía a Jesús diciendo: “Yo te doy las gracias porque tú me has mandado esta enfermedad, pues es un medio para llegar al paraíso” (…) te encomiendo a mis padres y a Margherita»[5].
La sabiduría alcanzada por la Madre Teresa de Calcuta, le hizo decir: «Nuestros sufrimientos son caricias bondadosas de Dios, llamándonos para que nos volvamos a él, y para hacernos reconocer que no somos nosotros los que controlamos nuestras vidas, sino que es Dios quien tiene el control y podemos confiar plenamente en él» [6].
La vida de Jesús da fe que el sufrimiento no tiene la última palabra. El sufrimiento de Cristo en la Cruz, lo recibe el Padre y lo corona con la gloria de la Resurrección. Jesús le da la vuelta al mal. De un profundo mal —la cruz— brotó la Resurrección. Es así como el sufrimiento tiene un valor salvífico para nosotros, pues, proviniendo de un mal en sí mismo, puede ser ocasión de reconciliación y de crecimiento personal. El sufrimiento puede transformarnos. Es una ocasión de amar, de crecer, de hacernos fuertes humanamente y en la fe.
Nadie quiere sufrir, pero si sufrimos, ofreciéndolo por nuestra salvación y la del mundo entero, tiene un sentido profundo. Busquemos encontrarle el sentido que tiene en nuestras vidas. Huir del sufrimiento no es el camino. Enfrentarlo desde la fe, pidiendo el auxilio del Padre, nos engrandece y nos hace mejores personas. Sigamos a Jesús en Getsemaní: “Padre, que no se haga mi voluntad sino la tuya”. (…) Y confiemos que, si seguimos a Jesús en la cruz, la gracia de su Espíritu nos acompañará y llenará nuestros corazones de amor al Padre y amor a los demás. Y entonces experimentaremos, como San Pablo:
“Todo lo puedo en Aquel que me conforta”. (Flp 4,13)
María fue testigo en primera persona del misterio de un Dios que se hace hombre. La certeza de ese amor incondicional, la movió a acoger y acompañar a Jesús, el verbo encarnado, desde su gestación hasta su muerte en la cruz. Al pie de la cruz, ella no se queda, como canta una canción “en los clavos del madero”, sino que ve más allá y confía en las promesas hechas por el Padre. El dolor de su Hijo y el suyo propio, no la hacen retroceder en su fe y esperanza, sino que espera con valor y entereza la resurrección de su Hijo.
Ella, unida a Jesús, reconoce el valor salvífico del sufrimiento que ambos viven y sabe que el amor vertido en la cruz traería la reconciliación de todos los hombres. Pidámosle a ella que, en nuestros momentos de sufrimiento, nos ayude a poder conservar y meditar en nuestro corazón, los acontecimientos de nuestra vida desde la fe (cf. Lc 2,19) abriéndonos a la gracia del Espíritu, para amar como ella, y hacer lo que Él nos diga (cf. Jn 2,5).
[1] Wysznki, Card. Stefan. Primado de Polonia. A partir de 1953, una ola de persecución barrió Polonia. Cuando los obispos continuaron apoyando la resistencia, empezaron los juicios masivos y el internamiento de los sacerdotes —el cardenal estuvo entre las víctimas—. El 25 de septiembre de 1953 fue encarcelado en Rywałd. Durante su cautiverio, fue testigo de la brutal tortura y el maltrato, de naturaleza perversa, que los guardias infringían a los detenidos. Fue liberado el 26 de octubre de 1956. Diario de la Cárcel, Madrid 1984, p.149
[2] Card. Stefan Wysznki, Diario de la Cárcel, Madrid, 1984, p.149.
[3] En 1975 Pablo VI le nombró arzobispo coadjutor de Saigón, pero a los pocos meses, con la llegada del régimen comunista al poder de Vietnam, fue arrestado. Pasó 13 años en la cárcel, 9 de ellos en régimen de aislamiento.
[4] Antonietta Meo, más conocida como Nennolina, fue reconocida como venerable por el Papa Benedicto XVI en diciembre de 2007 y la presentó como modelo de inspiración para los niños (Cf. ZENIT, 20 de diciembre de 2007). Podría ser la beata no mártir más joven de la historia de la Iglesia. Nació en 1930 y murió en 1937, a los seis años y medio, luego de que le fue detectado un osteosarcoma (cáncer óseo) en la rodilla, le fue amputada la pierna, pues, ya había hecho metástasis en todo el cuerpo.
[5] https://es.zenit.org/2009/02/23/historias-de-una-mistica-de-seis-anos-contadas-por-su-hermana/
[6] https://proverbia.net/cita/12879-nuestros-sufrimientos-son-caricias-bondadosas-de-d